Editor de Mundo
18 septiembre, 2014
Presidente del Movimiento Socialista Allendista, Esteban Silva Cuadra está entre los promotores de una asamblea constituyente, una iniciativa con la que Michelle Bachelet coincidía pero hoy descarta. “Chile tiene una Constitución regresiva, privatista, casi que neoliberal que se debe cambiar para realizar los cambios que el país necesita”, dijo a Brecha.
En 2009 Silva fue jefe de campaña de la candidatura presidencial de Jorge Arrate, promovido por una coalición de partidos de izquierda en la que figuraba el Partido Comunista, hoy integrante de la Nueva Mayoría, que gobierna en Santiago. En la última elección presidencial respaldó a Marco Enríquez Ominami –hijo de uno de los dirigentes históricos del Mir, Miguel Enríquez, asesinado bajo la dictadura de Pinochet–, un cuarentón que años antes había irrumpido como una de las novedades de la política trasandina.
“Marco es un político joven, con el que tenemos fuertes diferencias, pero también coincidencias en puntos importantes”, dice el allendista a Brecha.
De hecho, Silva comparte con Enríquez Ominami, líder del Partido Progresista, y con una pléyade de grupos y movimientos, un espacio (“un frente amplio”, dice) en favor de una asamblea constituyente que conduzca no sólo a reformar la Carta chilena sino también a reformas económicas, políticas y sociales.
“Ese frente logró el prodigio de reunir a organizaciones que en las últimas dos elecciones promovieron cuatro candidaturas de la izquierda no concertacionista”: la de Arrate, la del propio Enríquez Ominami, el Partido Igualdad que presentaba a la militante social Roxana Aranda, y el movimiento Todos a la Moneda, liderado por el economista Marcel Claude.
“El Movimiento Socialista Allendista es una fuerza emergente. Éramos la corriente de izquierda del Partido Socialista hasta que nos fuimos de ese partido histórico, a fines de 2008. Logramos reunir a personalidades y grupos de origen socialista, pero también a jóvenes, fundamentalmente universitarios que no tenían militancia previa, y a movimientos sociales, por ejemplo de poblaciones originarias”, explica Silva a Brecha.
—¿Cómo se han posicionado ante este segundo mandato de Bachelet?
—En la oposición de izquierda. En años previos a la asunción de Bachelet Chile había sido escenario de protestas de una amplitud y una profundidad nunca alcanzadas después de la caída de la dictadura. Fueron movilizaciones que colocaron en la mesa nacional temas que estaban allí pero sin la fuerza suficiente como para emerger en la sociedad con la fuerza que alcanzaron ahora. La que más se destacó, sin dudas, fue la de los estudiantes universitarios, que habían salido a las calles bajo la primera presidencia de Bachelet, pero ahora lograron que otras categorías hicieran suyas sus demandas y consiguieron condensar una serie de reivindicaciones muy interesantes detrás de las consignas en favor de una educación gratuita, laica y de calidad, tocando el corazón del modelo neoliberal. También hubo otras movilizaciones: por ejemplo las de la nación mapuche, con la que la sociedad chilena tiene una deuda histórica, que ha resistido a las empresas mineras y madereras que pretenden hacerse de sus territorios.
La campaña de Bachelet, entonces, debió asumir parte importante de las demandas de cambio estructural formuladas por los movimientos sociales. El ingreso del Partido Comunista a la Concertación hizo que se pensara que habría una inflexión hacia la izquierda en esta segunda etapa de Bachelet. Lamentablemente eso no se ha dado. La Nueva Mayoría no cambió la naturaleza de la correlación tradicional en lo institucional, lo político, lo económico y lo social.
—¿No hay una inflexión con respecto a la primera gestión de Bachelet?
—Apenas. Chile tiene una economía con un polo dinámico y moderno, inserto en la economía global, pero persiste una brecha profunda entre ese sector, minoritario, y el grueso de la gente, de las capas medias, de los trabajadores. Es además una economía profundamente desnacionalizada, que ha perdido la soberanía prácticamente en todos los ámbitos. A pesar de que se conserva un porcentaje importante de la producción cuprífera en manos del Estado –a través de la empresa pública Codelco–, las trasnacionales mineras ya están controlando una proporción similar; la ley de pesca, a su vez, privatizó el mar en beneficio de siete grandes grupos vinculados a la pesca industrial; y así todo.
El peso del gran capital especulativo-financiero, trasnacionalizado, es muy fuerte, y el país continúa siendo básicamente exportador de materias primas, con el agregado de algunas agroindustrias que incorporan valor. Se sigue insistiendo, además, en abrir la economía, según una lógica que apuesta a hacer tratados de libre comercio con quien pase por enfrente: este es el país de la región que más los ha firmado, en número superior a la suma de todos los otros países juntos. Ya ha quedado claro lo que eso implica: se ha terminado liquidando lo poco que había de producción nacional. El Tlc con Estados Unidos, por ejemplo, ha afectado enormemente la producción láctea chilena.
Los gobiernos de la Concertación no han alterado ese modelo en lo más mínimo, y no parece que éste se plantee hacerlo. El tema principal sigue siendo cambiar las reglas del juego.
—Ustedes se proponen iniciar ese movimiento convocando a una asamblea constituyente.
—Sí. La Constitución actual, que lleva la firma del ex presidente concertacionista Ricardo Lagos, consagra, por un lado, el Estado subsidiario, dando garantías desmedidas a la inversión extranjera, y por el otro no reconoce la condición de país plurinacional y pluricultural de Chile. Es una Constitución neoliberal y excluyente, que queremos cambiar radicalmente.
Y no da lo mismo cualquier método para realizar ese cambio: nosotros aspiramos a hacerlo fortaleciendo un modelo de democracia participativa. Es bien distinto convocar a una asamblea constituyente que negociar las reformas en un Congreso que es la expresión misma de la enorme crisis de representación que vive el sistema político chileno: no olvidemos que la propia presidenta fue electa en una segunda vuelta en la que hubo más del 62 por ciento de abstención.
—Bachelet había anunciado una reforma de fondo del sistema tributario, con lo que saldaría una de las viejas deudas de la Concertación. ¿La está llevando a cabo?
—Está lejos de lo que había prometido en campaña. Se dijo que iba a ser una reforma redistributiva, pero en lo que más se avanzó fue en eliminar algunos mecanismos que privilegiaban a las empresas y en aumentar en algo los impuestos que deben pagar las compañías que tienen más utilidades. Pero no se tocó el cobre, no hay una aproximación global al tema de la minería, y los más ricos de los ricos no se han visto afectados. Bajo la presión de la derecha económica, en particular financiera, el gobierno rebajó su propio proyecto en la Comisión de Hacienda, cuando no tenía necesidad de hacerlo porque cuenta con mayorías en las dos cámaras como para aprobar lo que quiera. Una derecha política que está debilitadísima encontró sin embargo fuerzas para imponer su agenda en este tema, y el gobierno fue sensible a las presiones del empresariado y de los poderes fácticos. Los compañeros del Partido Comunista quedaron en una posición bien complicada, al deber avalar esto. No tienen expresión en el Senado, y están en desacuerdo con esta versión minimalista de la reforma tributaria, pero…
En síntesis, el énfasis reformista con el que Bachelet llegó al gobierno se ha ido diluyendo.
“¿A quién sirven los bombazos?”
—El atentado del metro (del lunes 8) ocurrió en la estación Escuela Militar, uno de los lugares más resguardados de Santiago. Eso ya da para interrogarse.
El fiscal que está a cargo del caso se ha inclinado, en mi opinión ramplonamente, por la hipótesis de que se trató de grupos anarquistas. Llevan dos años diciendo lo mismo con respecto a atentados que se han producido anteriormente, y nunca han podido probar nada. Quienes en Chile han puesto históricamente bombas como estas, sin pensar en los “daños colaterales” que causan, han sido los grupos de extrema derecha.
Además hay que ver a quién sirve un atentado así. En el propio metro había habido en los días previos al bombazo movilizaciones masivas, de los trabajadores y de los usuarios, contra el aumento del precio del pasaje, cinco veces más caro –y mucho más lento– que el de Buenos Aires. La intensa movilización ciudadana de protesta que se proyectaba, y que comprendía acciones de desobediencia civil (usarlo sin pagar, por ejemplo) fue abortada por el atentado.
Pasa siempre con este tipo de acciones: se intensifica la represión. Y la del lunes se dio en un contexto en el que se habla de reforzar presupuestalmente a los servicios de inteligencia. Las fuerzas armadas, que no han sido reformadas en profundidad por los gobiernos de la Concertación, y la derecha política presionan para eso. En Chile los militares conservan un poder enorme y no se privan de ejercerlo: el domingo 7, en la tradicional marcha de los derechos humanos que se realiza antes del aniversario del golpe del 11 de setiembre, se nos impidió el paso en varios lugares y hubo una represión desmedida.
Restauración
—En los países latinoamericanos bajo gobiernos de izquierda o progresistas ha habido avances, de mayor o menor profundidad, pero avances al fin. Sin embargo, se corre peligro de una cierta restauración conservadora. No sólo por derecha, también dentro de las propias coaliciones de gobierno progresistas. En Chile, por ejemplo, algunos sectores socialdemócratas, dentro del Partido Socialista o del Partido por la Democracia, de Ricardo Lagos, se ilusionan con proyectar un eje Bachelet-Tabaré Vázquez, que marcaría una alternativa moderada a opciones más radicales que predominarían en gobiernos de izquierda o centroizquierda de otros países de la región. Debates como esos, sobre los modelos de gestión, se dan en todos estos países.
En Uruguay, Silva se dijo en sintonía con el espacio que apoyó, en la interna del Frente Amplio, a Constanza Moreira, en especial al grupo Izquierda en Marcha.
http://brecha.com.uy/cambiar-la-constitucion-para-cambiar-al-pais/
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